Pedro Reina Pérez es historiador
y periodista puertorriqueño.
Twitter: @pedroreinaperez
La Española es una isla singular
cuyos extremos se apartan progresivamente. La convivencia entre la República
Dominicana y Haití, fragmentada a fuerza de una larga historia de violencia y
sangre, deviene tema obligado ahora que el Gobierno dominicano se apresta a
desnacionalizar de manera temeraria a una parte significativa de su población,
por la mera incapacidad de probar que son dominicanos. El tema polariza como
pocos y, si no fuera por su dimensión trágica y real, podría pensarse que se
trataba de una mediocre parodia fascista. Muy por el contrario, las autoridades
dominicanas invocan la soberanía para verificar un acto que pone en entredicho
su talante de nación moderna y democrática. La vergüenza ajena se escurre entre
los dedos.
La controversia tiene su origen
en la opresión sistemática que el gobierno dominicano en todas sus instancias
ha puesto en marcha contra aquellas personas sospechosas de tener alguna
herencia haitiana, sin importar el grado o las circunstancias. Esta perversión
de los más fundamentales derechos humanos se apoya en la explotación histórica
que Santo Domingo ha puesto en marcha contra la población haitiana que por
décadas se desplazó de manera irregular hacia su jurisdicción para instalarse
en busca de techo y de trabajo.
Si no fuera por su dimensión
trágica y real, podría pensarse que se trataba de una mediocre parodia fascista
Si bien en un principio fue una
inmigración con visos de ilegalidad, lo cierto es que produjo múltiples
beneficios para la economía dominicana que dispuso de una fuerza laboral que,
aunque ilegal, era incondicional y abundante. Cortadores de caña, obreros de la
construcción y empleados domésticos, fueron solo algunos de los empleos
acaparados por los recién llegados, que estaban subordinados a su condición
marginal.
La dictadura de Rafael Leónidas
Trujillo llevó el asuntó a su cénit en 1937 con su exterminio criminal de
haitianos en la frontera entre los dos países que dejó un saldo aproximado de
35.000 víctimas. Pese a ello la situación de desigualdad se perpetuó hasta el presente.
Desde entonces, el rechazo y el oportunismo se tomaron de la mano: el
nacionalismo se enardeció mientras una nueva forma de trata humana asomaba su
feo rostro.
Transcurridas varias décadas, los
hijos e hijas de esos inmigrantes nacidos en la República Dominicana aspiraron
a la nacionalidad de su país de nacimiento al menos en teoría, conforme el
principio de Ius soli, o derecho al suelo. La negación institucional a este
derecho derivó en un pleito judicial resuelto por el Tribunal Supremo el 23 de septiembre
de 2013, en el que no solo se negó el derecho a la ciudadanía a aquellos
nacidos sino que se hizo retroactivo a 1929 por tratarse de hijos cuyos padres
estaban "en tránsito" en el país. Esta sentencia mereció la condena
de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en octubre de 2014, con lo que
se multiplicó el rechazo de esta joya de oscurantismo judicial que destituyó de
un plumazo los derechos de más de 200.000 personas, sin importar el retroceso
social —y la deshonra internacional— que tal decisión comportaba para su país.
Que el Tribunal Supremo de la
República Dominicana careciera de mayores luces es una cosa. Que la clase
política, y en particular los legisladores, se muestren ciegos y sordos a esta
controversia y sus implicaciones es otra muy diferente. Con su crecimiento
económico, el país aspira no solo a un lugar de liderato en la región sino al
respeto que ello supone, y que bien pudiera corresponderle si se enmienda esta
atrocidad. Pero la contradicción que esta situación expone echa por tierra que
tal estatura y dignidad sean obtenibles, al menos a corto plazo.
No se trata únicamente de
invisibilizar a la población haitiana sino de negar además la identidad
dominicana a personas que claramente los son
Nótese que no se trata únicamente
de invisibilizar a la población haitiana sino de negar además la identidad
dominicana a personas que claramente los son, en virtud de haber nacido y
crecido en Quisqueya. Sus lealtades, su memoria y sus afectos residen en el
país en que han forjado sus vidas. Es un acto, por tanto, contra sus propios
conciudadanos, ejecutado bajo el amparo de la "justicia", aunque ésta
quede interdicta por su reprochable inspiración chauvinista. Una sentencia
contumaz, retrógrada y xenofóbica.
En la resolución de esta controversia,
tiene la República Dominicana su desafío humano más formidable. Convengamos que
el nacionalismo resulta una oposición tenaz que moviliza gente a las urnas para
castigar a quien se le anteponga, pero la diferencia entre un estado valiente
con horizonte progresista y otro cómplice con la injusticia sistemática es la
voluntad de sus gobernantes de erradicar la segunda sin importar las
consecuencias electorales o de cualquier otro tipo. La Española es una isla
compartida y su destino se construye o se destruye desde los actos de los que
la habitan. Como decía Jorge Mañach, "no es la geografía sola la que hace
la historia; es el hombre que engendra la historia en la geografía".
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